El paraguas picotero.

Cómo es de suponer, cada vez que llovía, le tocaba sufrir.
Las botas de goma contentas, preparaban la suela para el chisporroteo charquero y el borde superior para dejar entrar el agua que mojaría las medias, y les daría esa hidratación de la esperada lluvia.

El piloto presumía sonriente su pechera plasticiente que le permitía, con la chorrera, limpiar polillas y demás ideas que atacaban directo la esencia de su humana percha.

El único que siempre renegaba era Paraguas ¡Que cosa Refunfuñante! Las gotas protestaban secamente por estropearles su forzoso aterrizaje, ese tan ansiado y artístico repique contra el suelo. En venganza, las muy malditas, coordinaban su descenso por sus líneas, dibujando estrías que ahora lo llenaban de cosquillas. Y no sólo eran las gotas, no. ¡Cómo extrañaba las manos seguras de don Alberto, el abuelo de Clarita! Esas eran épocas de tranquilidad, de desfiles, de pequeños paseos del auto hasta la entrada, de la entrada al auto… Pero, cuando ella  cumplió 15 años lo recibió como regalo. Pasó a esas manos distraídas que no sabían maniobrarlo. Siempre ensimismada, mirando cualquier cosa que pasase por su mente, hacía que Don Paraguas saludara los piojos de un hombre con pelo grasoso que se incrustaba en la terminación de sus alambres. Sus alambres, todavía tenía una patita quebrada, parecía incapaz de curársela con un scotch.
Pilotín lo calmaba: - sin vos el agua es tanta que por mis pliegues, se filtra. Mochila dice que se hincha por sobredosis acuosa, sobrehidratación dice que se llama. Rímel, se chorrea en lágrimas por las mejillas de Clarita hasta manchar mi cuello amarillo.  Te lo digo Paraguas no sos solo nuestro protector, sos su compañero preferido.
Pero no. Paraguas no creía en esos cuentos. Clarita lo descuidaba, lo maltrataba, le pegaba sacudones contra el aire, lo enrollaba cuál estropeado trapo de piso, y así dentro de una asfixiante bolsa lo tiraba al fondo de la mochila.
Entre tanto temporal y tormenta de verano renegaba de su rol en este mundo de haberes destinados. Decidió que lo mejor era romperse, dejarse estropear. Comenzar su piquete directo inutilidad y el desuso, esto le brindaría dorada tranquilidad. Diseñó un plan para su jubilación y volver al armario de Don Alfredo. Golpeándose contra los muros, dando vueltas contra el viento, con todas sus fuerza se comportaba imponiendo inercia, estreñia sus alambres complicando aperturas y cierres, contradecía el impulso de esas manos ansiosas que intentaban abrirlo para cubrir el cielo lagrimero.
Pilotín, que notaba el voluntario deterioro, preocupado insistía -Si te rompes, si seguís en rebeldía, no servís. Te tiran. Pasarás al amontonado  mundo de los Sin Dueños, los desechos, la basura, ese tacho del misterio. Si quieres cambiar de rubro, debes ser sensato en tu lucha, y coherente en tu rebeldía. No te condenes al desperdicio.
- ¿Desperdicio?- Eso era imposible. Don Alberto no lo permitiría. Además  Clarita nunca lo soltaba.  Con una sonrisa, lo presumía colgado de su muñeca, lo reboleaba al compás de sus pasos, el vaivén le daba náuseas de montaña rusa. Cuando lo dejaba a un rincón, Paraguas intentaba caerse detrás del sillón y quedar escondido para siempre. Pero esa mano fría y torpe, lo jalaba de la pulsera del mango y con chisporroteante picardía le decía - ¡sin vos no voy a ningún lado!
Imposible, Clarita nunca lo dejaría en ese bote de los sin dueños.
Efectivamente, luego de un par de tormentas y demás descargues acuíferos del clima, Pilotín sufrió  un resfrió. Las botas se ahogaron, era tanta el agua que rebalsaba su cavidad interna. Rímel bajaba hasta el pecho. El desastre llevó a Clarita a comprar un paraguas nuevo. 
Por su parte, Don Paraguas,canoso, estropeado y agotado de tanta lucha, golpes y reveses con el viento,  se quedó dormido.
De repente lo despertó el nauseabundo aroma a malbón que invadía su patilla, mientras ese perro hociqueaba por sus pliegues, generándole las más irritables cosquillas. Luego de un refregante narizazo de investigación canina, éste dio medio giro y levantando su cuarto trasero de pollo al spiedo, lo baño con una lluvia ácida, tibia y más olorosa que los malbones que cubría.
Cuando recobró el sentido, entendió: no estaba en los Sin Dueños, estaba siendo el protector del malbón del  Abuelo.




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